25 junio 2013

Instrucciones para migrar a una vida sin TV

Una división de bienes, supongamos. Una división de bienes que implique llevarte tu ropa, tus libros, tus CDs (¿y para qué sirven ahora todos esos CDs?), tus DVDs, tu cámara de fotos y nada más. Y mudarte a una casa prestada, a la casa vacía de tus abuelos muertos abandonada por meses. En el conurbano, sin banda ancha y sin aparato televisor. Despojada de comodidades, a vivir con lo justo.

Cualquier excusa es buena para animarse a una temporada sin aire ni cable. Por tiempo indeterminado (como pasa con el amor, esto tampoco tiene por qué durar para siempre… pero qué lindo sería).

La vida sin televisión (dos puntos)

Lo primero: sentir que hay mucho tiempo entre volver a casa después de trabajar y la hora de irse a dormir. Las horas se estiran. Es una buena sensación.

Lo segundo: todo ese tiempo disponible es una pista de despegue, un descampado sin cercos ni alambrados. La inspiración empieza a ocupar todos los espacios. Inventar escenarios para sacar fotos. Recorrer la casa o el barrio, cámara en mano, forzar el extrañamiento al máximo.  Leer más, mucho. Pensar, pensar, pensar. Escribir, pensar en temas sobre los que se querría escribir. Dejar que la inspiración se apodere de ese tiempo. Acostarse boca arriba en la cama, tempranísimo. Pensar durante una, dos, tres horas. Desmalezar el jardín.

Lo tercero: salir. La persona que tiene el hábito diario de ver televisión vive entumecida en un encierro que no registra ni sospecha. Ignora la cantidad de actividades interesantes (y, eventualmente, gratuitas) que hay para hacer todos los días, a cualquier hora. Caminar, observar a las personas. Tomarse un tren o un colectivo sin la intención de ir a ninguna parte, solamente moverse y mirar. Muestras, exhibiciones, festivales, ferias, lecturas, recitales, obras de teatro, cine. Ir al cine y elegir qué ver en vez de asistir a la lamentable transmisión de películas pésimas que dan en diferentes canales simultáneamente, la archi berreta ficción de aire o peor todavía: hacer zapping, como única actitud posible ante una programación que no se nos acomoda. Ver capítulos repetidos de series viejísimas, de la primera temporada, otro de la segunda, otro de la tercera, el estreno, y así durante horas mientras la vida transcurre y es solamente eso: ver tele.

Lo cuarto: encontrarse y conectarse con otras personas. Compartir impresiones y pensamientos propios, en lugar de departir sobre la existencia de la reencarnación ficcional de Natalia Oreiro o la lista de sospechosos del crimen de turno. Cuando tenés más tiempo para pensar, tenés más cosas para decir sobre lo que pensás. Las conversaciones se llenan de Temas y admiten variaciones y digresiones. Uno se conoce mejor. Discute, aprende y se sorprende.

La televisión es un objeto. No hace el bien ni el mal, a priori. Es como un enchufe, una planta o un libro: está ahí y nada más. No hace nada con la gente; es la gente la que hace cosas con la televisión. Lo dramático es en lo que se puede convertir el consumo de la programación televisiva. La consideración de este consumo como única alternativa disponible para pasar el rato entre las actividades productivas y las actividades oníricas.  El consumo televisivo como legitimación de cosas que no le transforman la vida al televidente pero que se convierten en su tema de conversación y en eje de sus devaneos mentales.

La tele no es buena ni mala. La tele es inofensiva. Peligroso es el que le concede el poder de decidir cuáles son las cosas que importan y que valen la pena; qué pensar y de qué hablar. Qué necesita comprar y qué vale más de lo que cuesta.


Bienaventurados aquellos que apagan la tele y salen a dar una vuelta en bicicleta.

15 febrero 2013


Irresistible pulsión de destruir un Goya
o
Crónica de un sábado lluvioso en el MNBA
o también
Razones para visitar museos

Frente a frente con Goya. A oscuro, oscuro y medio. El guardia de seguridad está inquieto conmigo. Entré, me fasciné unos minutos frente a un Courbet que me saltó encima ni bien puse un pie en el museo, y vine directamente a este cuarto claustrofóbico, de paredes pintadas en pesados tonos de rojos y naranjas donde el aire concentra lo peor de la lluvia y la humedad de afuera, para ver un puñado de cuadros(seis dibujos y tres pinturas) que ya vi hace un par de años en otro museo al otro lado del Altántico.

Está sofocante adentro. Y el guardia de seguridad está inquieto, ya se asomó varias veces a mirar qué hago sentada hace más de 15 minutos frente a un Goya, asfixiada, envuelta en el aire terciopelo de este cuarto, escribiendo compulsivamente.

Me pregunto qué amenaza puedo representarle yo a este pobre y aburridísimo guardia de seguridad. Mi contextura física no puede representarle un peligro a nadie. Voy armada apenas con mi piloto, esta libreta de apuntes donde escribo, y un libro de Baricco que en lo que va del día ni siquiera abrí. Es que cuesta encontrar un lugar donde leer. Encontrar un lugar donde leer, a veces, es tan difícil como encontrar un lugar para llorar con tranquilidad, sin escándalo. En ambos casos son necesarios un asiento cómodo, luz natural, aire fresco (aquí dentro está de veras sofocante). Un entorno neutral, no digo silencioso. Amigable, que me abrace un poco, que me acepte.

Me pongo de pie, me acerco a un Goya y entiendo el peligro. Si lo deseara, si se me cruzara por la cabeza, podría hacerle cualquier cosa. Podría sacar un objeto cortante de poca monta, sin filo, y cometer un delito, un asalto a uno de los renglones importantes de la inconmensurable historia del arte. Sería un instante y nadie podría detenerme, solamente contemplar con horror el desastre. La prensa internacional dedicaría una pequeña crónica al acontecimiento. ¿Me mandarían a la cárcel? Luego, todo seguiría exactamente como si nada en cada una de las vidas de los miles de millones de individuos que habitan la tierra.

Sorolla. Sorolla, Sorolla… Si tuviera que morir y reencarnar en una obra de arte, me gustaría ser un cuadro de Sorolla. Ser luz, el mar, claridad, el blanco más puro. Una vida simple.

Me sorprende la cantidad de gente que hay esta tarde en el museo. Llueve, hay muchos turistas. Entre ellos,  están los que van al museo por mandato (no sé qué mandato sea ese, pero evidentemente pesa cierta obligación sobre cualquier viajante de arrastrar los pies por los pasillos de los museos de cualquier ciudad que visite): esta estirpe se dedica a observar minuciosamente todas y cada una de las obras. Le da lo mismo un cuadro que una escultura y que una vajilla china o un par de zapatos. Leen el cartel identificatorio y observan la obra, o viceversa, y luego de un par de segundos es como si de golpe recordaran algo importantísimo y pasan a la siguiente sala. También están los que no se detienen, desfilando a paso lento pero constante por salas y pasillos. Están los que hacen un paneo general de cada sala, rápidamente y sin comprometerse especialmente con ninguna obra de arte. Están también los que se sientan a descansar en los bancos y se distraen de sus obligaciones turísticas para chequear instantes pasados en la pantallita de su cámara fotográfica o hurgar en Facebook desde su teléfono celular, mientras piensan cuánto mejor estarían si hubieran decidido pasar las vacaciones en un crucero por el Caribe en vez de estar ahí encerrados como zopencos; están los que se acercan y se alejan de la obra y luego caminan unos pasos para trazar una línea oblicua entre su mirada y ella, con gesto adusto. Y también están (los estoy viendo en este preciso instante) los que pasan de largo frente a un Sorolla, sin reconocerlo ni valorarlo, sin darle absolutamente ninguna oportunidad.

Yo voy a los museos a buscar paz, a permitirme estar triste y ensimismada sin que nadie me haga preguntas. A conectarme con algo que no entiendo pero que me emociona.  A pasar el rato, a distraerme. Es mejor que ver televisión.

Me pregunto si no sería divertido, alguna vez en la vida, ir a un museo para destrozar una obra. Alegar un rapto de locura y darle a todos los presentes en el museo en aquel instante una anécdota para contar el resto de sus días: “una vez, en el Bellas Artes, vi a una loca destrozar un cuadro de Goya… ¿creerás que alguien sea capaz de semejante locura?”. Luego, conversarán de otras cosas. Y así.

03 febrero 2013

Nostalgia de los Martes de Poesía

Cuando voy a presentaciones de libros o lecturas de poesía, veo la porción de sillas vacías en el auditorio y me pregunto dónde están los amigos, las familias de los que presentan su libro o leen su poesía. Supongo que habrán ido a los primeros encuentros; después, se aburrieron y excusaron. Cumplieron una o dos veces, como manda la etiqueta. No les interesa.

Ella es más linda que en la foto.

Los hechos:
- Martes 25 de Octubre, 7 pm, CCEBA (sede Florida). Martes de poesía y música*.
- Santiago Barrionuevo: escribe e interpreta canciones simpáticas de amor.
- Mercedes Halfon: es periodista, crítica de cine y poeta. O poetisa. Nunca estoy muy segura, yo que siempre estoy segura de cómo se escriben las palabras correctamente.

Él es demasiado gordo y peludo para ser tan romántico. En todas sus canciones le canta a una chica, y la llama nena.


A ella le brillan los ojos.

Su poesía: palabras simples, versos sin pretensiones, bellos.

Él canta mirando el suelo o tiene los ojos cerrados. Dice cosas dulces y la música que sale de su guitarra me pone un poco triste.

Ella es increíblemente linda. Vulnerable. No sonríe. Le tiembla apenas la voz, de los nervios. Aunque somos tan poquitos en la sala, y la sala tan chiquita, tan como estar en el living de casa.

"Pienso en vos" (canta).

De golpe me sorprende que ellos no se miran.

Ella por fin sonríe (mira a alguien, entre el auditorio). Es menos linda cuando sonríe.

Me encanta su forma de recitar pausada (se nota que normalmente habla más rápido y que ahora le gusta tomarse su tiempo, producir cada palabra para nosotros, los incapaces que siempre estamos del lado de las sillas frente al escenario).

"Este es el sonido del agua rebotando contra el parejo asfalto de la autopista
este es el sonido del agua rebotando contra los capots
este es el sonido del agua rebotando contra los techos de las casas que rodean la autopista
este es el sonido del agua rebotando contra las cabezas de los que esperan que cambie la luz para cruzar
este es el sonido del agua rebotando contra la piedra que divide la autopista, la calle y mi casa
este es el sonido del agua rebotando contra los perros que no encontraron refugio
este es el sonido del agua rebotando contra una esquina peligrosa
este es el sonido del agua rebotando"

FIN



*Martes de Poesía y de Música es un ciclo del CCEBA que se organiza un martes al mes. Reúne a un poeta que convoca a un músico y se presentan juntos. Corta en verano, arranca en marzo o abril. 

01 febrero 2013

Sobre conformismos y pesadillas: "El Lugar", de Mario Levrero


Un hombre despierta en un cuarto absolutamente a oscuras. Tiene frío y hambre. No sabe dónde está, no recuerda cómo llegó hasta ahí ni cuánto tiempo lleva durmiendo (o inconsciente), acostado en el suelo. Sólo sabe que tenía que ir con Ana al cine pero que eso jamás ocurrió, y ahora se encuentra en un lugar desconocido. Comienza a avanzar a ciegas por una interminable sucesión de habitaciones cuyas puertas le permiten ir en una única dirección: puede pasar a la habitación siguiente pero no regresar a la anterior. La arquitectura tautológica de ese lugar le empieza a parecer imposible, absurda, inconcebible. ¿Da vueltas en círculos, asciende, desciende? No hay ventanas ni indicios del mundo exterior, sólo cuartos que se suceden uno tras otro, casi idénticos, en la más aterradora oscuridad. El héroe avanza sin tregua. Quiere escapar, salir, recuperar su vida, ser libre. 

El lector de esta novela de Levrero se mimetiza rápidamente con el ritmo vertiginoso de la fuga que la narración le impone al personaje: se torna imprescindible leer sin parar, de un tirón, terminar con una página y pasar a la siguiente, no detenerse hasta llegar al final con la expectativa de que se revele el misterio: ¿qué es ese lugar sin fin que existe al margen de toda realidad reconocible?

El personaje de El lugar no tiene nombre ni edad. Escapa por la instintiva pulsión de sobrevivir, porque quiere recuperar su libertad, porque quedarse encerrado y prisionero de vaya a saber quién o qué entidad no es opción. Porque él tenía una vida, su vida, y la quiere de regreso. Pero cuando el lugar comienza a seducirlo con inesperadas comodidades empiezan las preguntas. ¿Para qué quiere esa libertad? ¿Quiere volver a su vida? ¿Y para qué querría eso? Al igual que el hombre-zombie contemporáneo, que cayó en la trampa de una vida confortable y se debate moralmente (cuando se debate algo) entre una alegre e ignorante resignación y la incómoda sospecha de que las piezas del rompecabezas encajan pero no forman ningún dibujo[1], el narrador pondera la idea de la falsedad de la existencia. Y la enorme angustia que este hecho le produce, la incomprensión total de los que, a diferencia de él, prefieren conformarse.

El Lugar le tiene reservado, después de las tinieblas y desconcierto del primer momento, cierto bienestar que en seguida se le aparece como una trampa. ¿No es esa una felicidad falsa, prefabricada por una entidad -¿dios? ¿otros seres humanos o inhumanos?-, una felicidad sin sobresaltos ni matices? Hay quienes se acostumbran a las pequeñas mezquindades de la existencia: un trabajo, una suegra, un perro labrador, el diario de los domingos, una tarjeta de crédito para comprar en cuotas. Y hay también quien desconfía, quien no logra superar la angustia frente a la sospecha de que la vida no es todo lo que debería ser, que tiene que haber algo más. Pero ante la falta de preguntas y la persistencia de la angustia, surgen las preguntas: «¿Y si me conformara? ¿Si dejara de cuestionarme? ¿Si me quedara quieto y dejase de buscar? ¿No conseguiría ser feliz?»

Cuando el lugar quiere tentar a nuestro héroe, le ofrece comida -que se renueva inexplicablemente cada mañana-, un lugar agradable donde dormir y la compañía ocasional de una mujer con la que resulta imposible cualquier forma de comunicación lingüística, pero que reconforta con la calidez de la cercanía física. Se pueden tocar y besar, aunque no conversar ni compartir pensamientos. Pero ante la obstinación por continuar buscando una salida en vez de instalarse definitivamente en alguna de las habitaciones que va atravesando, el entorno se vuelve hostil. En el momento que le falta un mínimo grado de confort, el narrador sólo puede pensar en retomar su camino hasta encontrar la salida. Pero si lo tiene, cae en la tentación de preguntarse para qué salir, para qué buscar la libertad. Para qué volver a su antigua existencia.

Cuando empieza a intuir que todos los personajes con los que se cruza preferirían que se resignara a permanecer en el lugar, es inevitable recordar a Truman Burbank, el protagonista del film de Peter Weir cuya existencia transcurre en una realidad sospechosamente irreal (para beneplácito de millones de televidentes): avanza en pánico, desconfiado y en la más absoluta soledad, porque es incapaz de comunicarse con los demás o de creerles una sola palabra de lo que dicen. Siente que le mienten o que no lo comprenden. Quiere salir. No sabe qué hay afuera, pero no soporta quedarse dentro. Quiere elegir, quiere ser libre. Necesita salir.

El Lugar es, al mismo tiempo, una pesadilla. Levrero despliega hábilmente todos los elementos de las alucinaciones que nos asaltan fuera del perímetro de la vigilia: alteración del tiempo y del espacio; amnesia, discontinuidades, angustia, terror, incertidumbre, imprecisiones. Parece que al uruguayo le gustaba jugar con su propia oscuridad. El misterio sobre qué es el lugar o cómo y por qué el personaje llegó hasta allí, acaso, no se revelará jamás. Sus recuerdos de todo lo vivido, desde el despertar a oscuras en una habitación cerrada, son surrealistas. Cuando los acontecimientos se precipitan todo se torna demasiado deforme, de una deformidad racionalmente dispuesta.

Por cierto, la contratapa (excepción a la regla que regula la estirpe de contratapas: su absoluta futilidad y falta de asertividad) también tiene algo para agregar:

Escribió Kafka: «La vida es una distracción permanente que ni siquiera permite tomar conciencia de aquello de lo cual distrae». Touchè. Mario Levero lo hizo de nuevo.



[1] La analogía, por supuesto, es del mismísimo Levrero.